Venezuela y América Latina: la paz y la soberanía son siempre el mejor camino
Javier Tolcachier*
Quisieron avanzar con la
estrategia de los hechos consumados en Venezuela. El ataque frontal a la
soberanía y la institucionalidad de la República Bolivariana por parte de
opositores radicales y del Gobierno estadounidense –también ocupado por
extremistas- se topó con la firmeza del Gobierno de Nicolás Maduro, el apoyo
cerrado de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y la multitudinaria
movilización del pueblo chavista.
De fundamental importancia fue el amplio rechazo
internacional al evidente intento de quiebre constitucional. Las posturas
claras de China y Rusia, decisivas por su peso geopolítico económico y militar,
fueron dirigidas directamente a Estados Unidos, advirtiendo sobre las nefastas
consecuencias de su intervención.
A la par, un amplio arco de organizaciones
populares, sindicales, académicas, periodísticas y políticas, junto a
connotados dirigentes e intelectuales, denunció el intento de golpe y exhortaron
igualmente a Estados Unidos a abandonar su política intervencionista.
Muchas declaraciones pusieron en duda la
veracidad del interés de aquel país por los “derechos humanos” o la
“democracia”, señalando la larga historia de intrigas y guerras de invasión, de
incitación a golpes y protección a dictadores que ha caracterizado la política
exterior de la nación del Norte.
Como era previsible, varios países satélites se
plegaron a la escenificación de un “levantamiento” que semeje la caída del
dictador Pérez Jiménez en el 1958, reconociendo la autoproclamación callejera
de Juan Guaidó, diputado del Estado Vargas y militante de la agrupación
derechista Voluntad Popular.
En América Latina, el presidente de México,
Andrés Manuel López Obrador, junto al Gobierno de Tabaré Vázquez, de Uruguay,
marcaron el camino de la coherencia, junto a las quince naciones caribeñas del
Caricom y los países de la Alba-TCP, solicitando respeto a la soberanía,
despegándose así de la ristra de gobiernos latinoamericanos de derecha prestos
a sumarse a la aventura golpista al toque de silbato de Estados Unidos.
Gobiernos conservadores, cuya falta de real
espíritu democrático les es tan propia
como sus órdenes ajenas.
Fresco está en el corazón del pueblo hondureño
el recuerdo de la noche del 29 de noviembre del 2017, en la que un abrupto
corte en el conteo de votos cambió el curso de la hasta entonces victoria del
opositor Salvador Nasralla.
Por no mencionar las numerosas irregularidades
constatadas por observadores de organismos internacionales –incluso afines al
gobierno- antes y durante el proceso electoral. O el expreso mandato de la
Constitución hondureña, que entre sus artículos “pétreos” (o inmodificables)
prohíbe la reelección presidencial (art. 239).
Gobiernos como el de Bolsonaro, llegado al poder
en andas del golpe parlamentario-mediático contra Dilma Rousseff (2016), el
posterior encarcelamiento sin pruebas y proscripción electoral del inmensamente
popular expresidente Lula da Silva y una venenosa campaña de odio, financiada
ilegalmente, a través de redes de mensajería digital.
Gobiernos como el de Vizcarra, quien luego de su
estancia como embajador en Canadá fue llamado, en su doble condición de
Vicepresidente, a asumir la presidencia del Perú después del escándalo que
colocó al banquero neoliberal Kuczynski en la larga fila de exmandatarios
procesados.
Escándalo que lejos de cesar, ha destapado un
entramado de venialidad en las más altas esferas del poder Judicial, ha llevado
a prisión preventiva a la sucesora política e hija del dictador Fujimori y que
continúa, bajo intensa presión popular, haciendo pública la intrínseca
corrupción institucional en ese país. País que difícilmente puede erigirse en
fiscal sobre prácticas democráticas.
Gobiernos como el del empresario Mauricio Macri,
enriquecido a base de concesiones estatales y contratos de obra pública,
procesado por contrabando de autopartes –aunque finalmente absuelto en
controvertido y dividido fallo de la Suprema Corte de Justicia- e imputado por
una deuda millonaria con el Estado.
Macri se convirtió en presidente gracias al
monumental fraude mediático ejecutado por el multimedios Clarín a lo largo del Gobierno de Cristina Fernández. Multimedio
que logró su salto empresarial luego de apropiarse de la empresa Papel Prensa
–única fabricante de papel de diario- durante la dictadura de Jorge Rafael
Videla.
El día del golpe militar, el 24 de marzo del
1976, “el gran diario argentino” titulaba en nota destacada “Total Normalidad.
Las Fuerzas Armadas ejercen el gobierno”.
Multimedio que actúa como blindaje
comunicacional del Gobierno de Macri a cambio de ejercer su posición monopólica
sin limitación alguna, además de la jugosa pauta publicitaria que aquel paga a
cambio del favor periodístico.
Gobiernos como el de Guatemala, que luego de una
larga pugna y múltiples interferencias expulsó a la Comisión Internacional
Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), comisión que logró, a través del
mandato de Naciones Unidas, identificar decenas de estructuras delictivas. Iván
Velázquez, su titular, expresó en una nota periodística reciente que en
Guatemala “hay una ruptura del Estado de Derecho”.
También aquí el clamor popular exige severos
cambios ante la deslegitimación crónica de los poderes públicos, intervenidos
desde siempre por la oligarquía económica, verdadera gobernante del país.
Gobiernos como el de Colombia, donde día a día
son asesinados líderes campesinos, donde el asesinato político una y otra vez
se ha encargado de eviscerar la democracia, donde continúa gobernando el poder
conservador, los terratenientes y grupos económicos concentrados, donde los
derechos humanos fundamentales son poco más que una frase de discurso.
A gobiernos como estos se ha sumado por estas
horas, con un ultimátum, el cuarteto de las otrora potencias coloniales España,
Francia, Alemania y Reino Unido, instando al Gobierno de Venezuela a convocar
elecciones dentro de los próximos ocho días.
La dinástica monarquía española, cuyo rey Juan
Carlos I quiso acallar a Chávez en una Cumbre Iberoamericana, vuelve a las
andadas con exigencias de virreinato a través del actual Presidente de
gobierno. Secundado por el francés Macron, con un chaleco amarillo en el
cuello, una Primera ministra británica conservadora y un Gobierno alemán
demócrata cristiano, siempre dispuestos a cooperar con las derechas del mundo,
mucho más, si esas derechas dirigen militarmente la Otan.
Europa, asfixiada socialmente por el poder de la
banca, su Unión en riesgo de desintegración y gobernada crecientemente por
fascistas sin uniforme, apuesta por la amenaza en vez de sumar su cooperación
para el diálogo y la mantención de la paz.
Este relato puede resultar penoso. Sin embargo,
no es ocioso por varias razones.
Ante todo, por la desinformación del cártel
oligopólico de la información, que demoniza al Gobierno electo en Venezuela y
presenta a sus detractores como paladines o defensores de la democracia.
El recuento es útil también para entender cómo
la imagen de un “régimen satánico”-remanido pero aún eficaz producto de la
propaganda de la Guerra Fría- sirve a todos esos gobiernos para ocultar su
propio desprestigio y desviar la mirada de los pueblos. Pero hay un motivo más
para este muestreo.
Modelos y alternativas
No hay un único modelo de organización social,
ni de gobierno. Mucho menos de “democracia”.
Estados Unidos de América se ha esforzado –en
una indignante soberbia absolutista y amparado en su poder de comunicación y
propaganda durante el siglo XX- por hacer creer que son los dueños del único
modelo posible. Que junto a sus protectorados militares y políticos son ellos
quienes deciden qué es democrático y qué no, aunque eso vaya acompañado de
flagrantes contradicciones, de las que hemos dado apenas algunos ejemplos.
La democracia liberal, surgida del impulso antimonárquico
de la burguesía en Europa, no contempló en sus inicios la igualdad de derechos
para todos.
De su letra y práctica estuvieron excluidas
durante muchos años las mujeres, esclavizados y segregados los negros,
diezmados y encerrados los pueblos originarios, discriminados los mulatos y
criollos, sumergidos los pobres y reprimidas sus organizaciones.
Con esa enorme violencia se enriqueció Europa,
la que hoy clama por “democracia y derechos humanos” en vez de abocarse a un
profundo y consistente proceso de reparación histórica.
La plutocracia –gobierno de los ricos- se
formalizó a través de elecciones censitarias, feudalismos provincianos, fraude,
extorsión y persecución de toda disidencia. Su mismo espíritu encarnó,
maquillado en formato neoliberal, en la actual “democracia”, donde el dinero
continúa separando el “bien” del “mal”, más allá de las formalidades del
derecho.
Ese “estado natural” de la política y la
sociedad, en el que el pobre nace para servir a sus patrones, fue cuestionado
por las revoluciones, algunas armadas, otras por el voto popular, que
intentaron mostrar que otra realidad social es posible.
Las revoluciones sociales del siglo XX y XXI
propusieron modelos incipientes que pretendieron reafirmar la efectiva equidad
de oportunidades de los seres humanos como condición de libertad y por ello
debieron, deben y deberán resistir la inclemencia de violentas reacciones
conservadoras.
Modelos nacientes e imperfectos, que sin duda
sufrieron también las imperfecciones de arrastres de paisajes anteriores,
desviando en parte su propósito.
La Revolución bolivariana liderada por Hugo
Chávez -como lo fueron en su momento la Revolución cubana, la de la Unidad
Popular en Chile o la nicaragüense- es un poderoso efecto demostración, un
modelo alternativo, en el que derechos sociales como la alfabetización, la
salud, la educación, la alimentación o la vivienda constituyen pilares
fundacionales.
En ese mismo surco, sin duda abonado por la
hecatombe social de la globalización neoliberal de las últimas décadas del
siglo anterior, emergieron gobiernos populares como el de Lula, Néstor
Kirchner, Evo Morales o Rafael Correa, por solo mencionar algunos. Incluso en
países considerados feudos de la derecha, como Honduras, Guatemala o Paraguay,
surgieron alternativas progresistas.
La izquierda y el progresismo demostraron su
capacidad de gobierno y mejora social. Cada uno con su matiz distintivo, todos
esos gobiernos tenían algo en común: ser eminentemente representativos de las
mayorías y sus anhelos. De allí deriva un sustrato de legitimidad imposible de
alcanzar por los lacayos que hoy rasgan sus vestiduras contra los gobiernos
populares.
De esa voluntad de soberanía y justicia social
surgieron espacios de integración y cooperación, como Alba-TCP, Petrocaribe,
Unasur, Celac, y en su estela asumieron un cariz más social y de independencia
política articulaciones existentes como el Mercosur, el Caricom o el Sica.
La integración soberana se constituyó así en
competencia indeseada para la pretensión de regencia estadounidense y las
apetencias comerciales neocoloniales de las corporaciones europeas.
Asistimos desde entonces a la reacción de estos
poderes ante las nuevas libertades y dignidad conseguidas por los pueblos a
partir de la representatividad real de gobiernos progresistas. Cuando esos
gobiernos hablan de “recuperar la democracia”, quieren decir “recuperar los
privilegios”.
La reacción conservadora busca eliminar todo
modelo alternativo de gobierno o democracia, ya que estos muestran, con sus virtudes
y defectos, que “otro mundo es posible”. Esa posibilidad, en conjunto con la
visible decadencia e ineficacia social y ecológica del sistema actual, es un
componente explosivo para el poder establecido, que debe ser ahogado, cueste lo
que cueste.
Esa es, sumada a la avidez por las riquezas
naturales del país caribeño y la competencia geopolítica global contra China,
una de las pulsiones más importantes del actual golpe contra Venezuela y su
Revolución.
Paz y soberanía
El Presidente de México, recientemente electo
por una mayoría abrumadora, ha demostrado en el primer posicionamiento
internacional de su Gobierno que las esperanzas depositadas en él son fundadas.
“En apego a los principios
constitucionales de no intervención, autodeterminación de los pueblos, solución
pacífica de controversias internacionales, igualdad jurídica de los estados,
respeto, protección y promoción de los derechos humanos y de lucha por la paz y
la seguridad internacionales, México no participará en el desconocimiento del
gobierno de un país con el que mantiene relaciones diplomáticas”, manifestó
la Secretaría de Relaciones Exteriores en un comunicado.
A continuación, el Gobierno mexicano de conjunto
con el de Uruguay llamó a encontrar una solución pacífica y democrática frente
al complejo panorama que enfrenta Venezuela.
Para ello, propusieron “un nuevo proceso de
negociación incluyente y creíble, con pleno respeto al Estado de Derecho y los
derechos humanos” y expresaron “su completo apoyo, compromiso y
disposición para trabajar conjuntamente en favor de la estabilidad, el
bienestar y la paz del pueblo venezolano”.
Postura que coincide con la apreciación que
hiciéramos en una nota anterior, en la que comentamos: “las fuerzas progresistas
celebran la victoria de López Obrador porque esta implica el debilitamiento de
uno de los principales gobiernos satélites del intervencionismo foráneo en
América Latina y el Caribe, propulsado sobre todo por Estados Unidos de América
pero también por algunos gobiernos europeos”.
“De particular importancia
será la defensa de la paz en la región. El nuevo Gobierno en México, en
oposición a la postura tomada durante el sexenio que ahora llega a su fin,
podría convertirse en una suerte de mediador regional, amortiguando la andanada
de acciones y sanciones del Norte, por ejemplo, hacia Venezuela, Cuba o
Nicaragua.”
Señalamos entonces que dicha postura mexicana
sería “consistente con su tradición diplomática, de la cual emergieron
tratados señeros como el de Tlatelolco –vigente hasta la actualidad–, a través
del cual América Latina y el Caribe se convirtieron en la primera zona libre de
armas nucleares del mundo. De esa postura de diálogo y concertación surgieron
también las eficaces mediaciones del Grupo de Contadora, en el que México, junto
a Panamá, Colombia y Venezuela, tuvo un rol central en el logro de los acuerdos
de paz que pusieron fin a la guerra en América Central”.
El Grupo de Contadora fue el antecedente del
Grupo de Rio y de la creación (2011) de la Comunidad de Estados Latinoamericanos
y Caribeños (Celac), ámbito que sería hoy deseable pudiera acompañar la
concertación de voluntades políticas en Venezuela y propiciar el diálogo
político entre las naciones al Sur del río Bravo, sin intervención ni
injerencia.
La propuesta conjunta de México y Uruguay de
crear una iniciativa internacional de diálogo entre las fuerzas políticas en
Venezuela fue inmediatamente respaldada por el presidente Maduro, quien señaló
como objetivo de la misma “buscar un acuerdo en el marco de nuestra Constitución,
que garantice estabilidad y paz a todos los venezolanos”.
El vocero opositor Guaidó, sin embargo, rechazó
esa posibilidad, tildando la oferta como un “diálogo falso”.
El secretario de Estado de EEUU y exjefe de la
CIA, Mike Pompeo, poco amigo de las palabras y presto para la acción, convocó
al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para intentar una condena al
Gobierno venezolano y un reconocimiento internacional a su marioneta política.
Declaración que hubiera constituido el preludio
de un escenario de nuevas sanciones –incluida la amenaza bélica-, pero que no
prosperó gracias a la cordura de los países que ven en la maniobra una
violación del derecho internacional y una injerencia en los asuntos internos de
otras naciones, contrario por completo a la Carta y al espíritu de las Naciones
Unidas.
Aun así, el Gobierno estadounidense y los países
europeos han conseguido darle dimensión internacional a un conflicto político
que compete solo a los venezolanos, pero que compromete las posibilidades de
emancipación y autonomía de todos los pueblos del mundo.
Nada bueno traen las guerras. No son ni justas,
ni santas, ni buenas. Son mortíferas. No traen desarrollo, democracia o
libertad, sino destrucción, sufrimiento y dominación.
Nada bueno traen los golpes de Estado, son
siempre duros, nunca blandos. Mucho menos si vienen de la mano de una potencia
en declive y un sistema decadente en su desesperado intento por impedir nuevos
vientos.
*Argentino. Investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas
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